miércoles, 19 de octubre de 2016

Lápices.

Nunca jamás he tirado un lápiz a la basura. Ni los he destruido cuando se hacían diminutos, como si de increíbles hombres menguantes se tratasen. No. Los guardaba en una cajita. Siempre tuve la certeza de que los lápices atesoraban en su memoria todo lo que escribían sus dueños; por eso, tampoco los prestaba. No deseaba bajo ningún concepto que mis lápices conservasen en su memoria recuerdos que no fuesen míos. Y allí, en su destierro, unos a otros, poco importaban su procedencia y su color, se contaban secretos que sólo yo conocía. Y ellos, claro está.

Bolígrafos y rotuladores de mil tipos diferentes. Pc’s de sobremesa, portátiles, laptops, tablets, móviles… Y portaminas. No. Ya nada fue igual que como cuando utilizaba para escribir aquellos grandes amigos con alma de carbón y cuerpo de madera.