jueves, 3 de julio de 2014

Una (triste y ojalá no real) historia de verano.

Una ligera brisa, unida a los primeros destellos de Sol de una incipiente mañana, fresca a pesar de ser de Julio, hizo que comenzara a abrir sus ojos. Se encontró, de repente, en la playa. Protegió sus delicados ojos con sus eternas gafas oscuras. Aún recordaba (casi) todo lo sucedido la noche anterior: la música, las chicas, el alcohol…, el peligro dibujado en el horizonte de una oscuridad que todo lo transforma, que oculta lo que no interesa. ‘Y, al final, para acabar despertándome solo’, -pensó-…

De repente, oyó voces. A lo lejos, unos trabajadores municipales de los que, a primera hora de la mañana, se ocupan de mantener limpia la arena para los bañistas ansiosos de sol y mar, unidos a algún que otro matutino paseante veraniego, se agrupaban, daban voces y gesticulaban compulsivamente. Él, que nunca fue de interesarle este tipo de situaciones, sin saber por qué, se sintió incómodo. Y un pequeño escalofrío recorrió su espalda.

De repente, oyó sirenas y vio cómo se acercaban policías y cómo miembros del ‘061’ salían corriendo de una de sus ambulancias de urgencias.

Sacudió la arena de sus ropas y se dispuso a ver qué demonios ocurría, presagiando lo peor para alguien.


Sintió el color de su cara cambiar, el vello de su piel erizarse, su pulso aumentar la frecuencia de sus latidos, sus sienes perlarse de frías gotas de sudor. Sobre la arena de la playa yacía el cadáver, relativamente joven, de un hombre. Los servicios de urgencias comentaban que ‘ya poco quedaba por hacer. El corazón había dejado de latirle hace algunas horas’.

Lo recordó todo. Respiró profundamente. Se calmó ante lo inevitable, algo que él sabía que ocurriría más tarde o más temprano. Se giró y, evitando la luz del Sol, buscó aquélla otra que le llevara, inevitablemente, lejos de este plano de la realidad, de este Universo al que ya nunca jamás volvería. Al menos no en esta vida.