lunes, 23 de diciembre de 2013

Sin corazón.

Una madrugada (¡una de muchas!) me desperté ligeramente sobresaltado. No por haber gozado del placer de una buena pesadilla; eso no me inquieta. No temo a nada ni a nadie y, menos aún, a un mal sueño producto de vete tú a saber qué jodida manipulación de mi subsconciente… Lo que sí había de diferente con respecto al resto de millones de ocasiones es que lo hice con una gran opresión en el pecho. ‘¡Bah!, nervios –pensé–. Media vuelta y a intentar seguir durmiendo…, si puedo‘. Como habitualmente me cuesta mucho (muchísimo) trabajo dormir (tampoco preciso de más), no di la mayor importancia a este asunto, así como al hecho de que tampoco en mi pecho persistía esa sensación de presión, sin dolor, sin latidos feroces como manadas de lobos hambrientos. Sereno, firme, sístole tras diástole y vuelta a empezar, sentía mi corazón palpitar en mi cabeza en contacto con la almohada, mullida y suave.

Me dormí de nuevo y, cuando desperté, ya estaba amaneciendo. Una jodida mañana de otro jodido sábado más. De pronto, recordé el episodio de la noche anterior. Llevé mi mano derecha, de forma inconsciente, hacia mi pecho y, ¡sorpresa!, noté que había un vacío en él. Aunque no soy de alarmarme, esto me extrañó sobremanera, (¡maldita flema británica!). Realmente no sé si aún continuaba o no dormido aunque, poco a poco logré incorporarme. No había salido la noche anterior así que era imposible que hubiera compartido barra con mi amigo Johnnie W. ‘Si no estoy dormido y tampoco tengo resaca (algo que, por otra parte, no suele ocurrirme), ¿qué diablos pasa aquí?’.

Aunque suelo acostarme desnudo, esa noche me había colocado una camiseta de manga corta, por aquello del Winter is coming… Me dirigí al baño a ver el aspecto que tenía ese tipo al que hace mucho que ni conozco y que me mira cada mañana desde el otro lado del espejo. Me dispuse a quitarme la camiseta y, cuando lo hice me quedé absolutamente helado. En el centro de mi pecho, en el lugar en el que debiera estar mi corazón, había un hueco. Juro por el Diablo que seguía oyendo sus latidos en mis sienes, retumbando, que podía sentir el pulso en mis muñecas. ‘¿Qué demonios ocurre? Esto debe ser una pesadilla nivel Champions League. Eso es. Debo estar muy dormido. Dentro de un sueño relativamente lúcido. Tengo que salir de aquí’. Pero no. Estaba despierto. Bien despierto.

Difícil de sorprender (cada vez menos), no podía creerme lo que ocurría. ‘¿Por qué hay un hueco en mi pecho y sigo vivo? O estoy muerto y el Diablo ¡por fin! me ha hecho caso; seguro que no recuerdo el pacto ni la firma pero eso debe ser…’. Nada de nada. Bien vivo pero con hueco en el pecho. ‘¿Cómo aparezco ahora por Urgencias y les muestro esto? Si lo hago voy a ser el eterno conejillo de indias de quién sabe qué experimentos y de qué gentuza…’. Dispuesto a olvidar el tema y, luego de una buena ducha y un copioso desayuno, me dirigí a mi habitación, me vestí y, paso firme y decidido viré hacia la puerta de casa. ‘¡Me voy de aquí! Necesito pensar. Por lo pronto, lo que sí necesito es una prótesis que disimule todo esto; seguro que encuentro un buen cirujano plástico que sepa cerrar la boca a cambio de un buen, digamos, estímulo económico. Luego le corto el cuello y en paz…’.

Por lo pronto y, dado que el día era más bien frío, una buena bufanda y un abrigo paliaban el desaguisado. Paseé durante un buen rato, absorto en la cantidad de estupideces y cosas extrañas que me habían sucedido a lo largo de mi vida, aunque ninguna de semejante calibre.

De pronto me encontré a las puertas de mi bar favorito, dos de la tarde. ‘Bueno –me dije–, adentro. Como otro sábado más. Dejemos correr esta historia. Igual si me emborracho y me acuesto ebrio, mañana, al despertarme, todo habrá vuelto a la normalidad’. Entré, saludé a mis amigos como siempre, besos y abrazos para todas, abrazos para todos, besos para muy poquitos.


El día dio paso a la noche, cada copa de la mano de la anterior. No sé ni qué hora era cuando salí de allí, visiblemente afectado por el alcohol pero con ‘mi problema’ a cuestas; eso no se me olvidaba. Decidí dar una vuelta por el Centro y, entonces, la vi. Hermosa, como siempre, radiante su mirada, espectacular. Nos paramos a charlar y pude observar lo que me temía. No había querido reparar en ello; hasta ahora. Entre sus manos, pequeñas y suaves, como todo en ella, llevaba, nada más y nada menos, que el corazón que faltaba en mi pecho.