martes, 25 de junio de 2013

El Tiempo, ese amienemigo.

En la soledad de la noche, los ‘tic’ del reloj de la biblioteca son cada vez más ‘tac’. Su martilleo, incesante, se propaga en la oscuridad, rebotando una y otra vez contra las sombrías paredes, imposible de ser ahogado por los vetustos volúmenes y las recias maderas que los sostienen, reverberando en el silencio, haciéndome sentir como si acabara de despertarme, solo, en una inmensa catedral, dejando una huella profunda y umbrosa en mi cuerpo y aún más en mi alma.


Los más de los días, no sin esfuerzo, salgo huraño de mi lecho y me arrastro hasta el baño donde, desganado y sin esperanza, alzo la cabeza del suelo para, desde las telarañas que nublan mi visión encontrarme, resignado, cara a cara, en un vetusto armazón de madera y nitrato de plata, un pálido reflejo en el que tan sólo distingo vagamente el rostro de un tipo al que ya no acierto a reconocer ni tan siquiera como un triste recuerdo de lo que alguna vez llegó a ser.

A veces deseo mutar, renovar por completo mi cuerpo, irreconocible por los demás, manteniendo mi mente intacta y sabia, recomenzando una y otra vez amparado en una madurez física plena hasta el fin de los tiempos… ¡Sueños!


Cada año, ¿el final? está más cerca. Y no, no temo a la muerte, ni al dolor. Tan sólo, quizá, a lo desconocido, a qué vendrá después. ¿Sentiré de nuevo el calor de unos senos firmes en mis manos, la humedad en mi boca de una lengua ajena a la mía? ¿Seré capaz de amar, de nuevo, alguna vez? ¿Volveré a sentirme amado?


Tan sólo me queda la esperanza de convertirme en energía pura, en puro cosmos y vagar por la negrura del infinito eterno alimentándolo, contemplando galaxias cada vez más remotas, cada vez  más hermosas, que me darán su brillo a cambio de lo que alguna vez me mantuvo vivo, en pié, sobre este planeta privilegiado habitado por generaciones de seres humanos miserablemente estúpidos e ignorantes, incapaces de ver más allá de su propio ego, tan vacío como ellos mismos y que algunos llaman Tierra.